Bécquer pintó y dibujó y quizá hubiera compuesto música si las circunstancias se lo hubieran permitido (García Viñó, 1969: 17). De hecho, su amigo Narciso Campillo afirmaba “que en música y en pintura hubiese sido más que en poesía” (Pageard, 1990: 19). Ibarz Ferré (1991: 429) señala que “en la poesía española, el del poeta sevillano es uno de los casos más pronunciados de afición a la música”, y para Gerardo Diego (1975: 41) “en la poesía española no hay, al menos hasta el siglo XX, otro caso de afición a la Música, de sensibilidad delicada para recibirla y gozarla, comparable al de Gustavo Adolfo”; la música “no es que le inspire, es que le abraza, le alimenta y, por decirlo así, le constituye”5.

Tanto más significativo el que sea además ejemplo de vocación, de afición musical. Tomo lo de afición en el sentido original de la palabra, afección, amor a la música. Profesional de la música es evidente que no lo fue. Técnico de ella por disciplina y estudio parece que tampoco. En cambio, practicante y competente, de un modo o de otro, nos inclinamos a creer que sí (Diego, 1975: 43).

Para abordar con mayor precisión esta cuestión, es conveniente acudir al testimonio de sus contemporáneos, de la crítica reciente y al suyo propio. Escobar Laredo recoge en El Fígaro algunas impresiones de Rodríguez Correa, amigo y colaborador de Gustavo:

Correa opina que Bécquer tenía una de las más extraordinarias organizaciones artísticas que ha producido este siglo [….] Era, además, dibujante y músico. Sí, músico […] Y esto habiendo estudiado muy superficialmente el divino arte. Un día tuvo una idea muy bonita: la de publicar la historia de todos los templos de España […] Se puso un piano en la sala. Bécquer, más que a describir templos, se dedicó a tocar el piano de memoria, sin papeles y a lo que saliera. Y salían unos valses deliciosos, atribuidos por Correa a la veta alemana del poeta; y salían composiciones extrañas, trozos de óperas no escritas; todo un mundo (Escobar Laredo, 1890:44).

Estas palabras ensalzadoras de su amigo que lo describen casi como un “genio” contrastan con lo que explica el propio poeta en “El Miserere” (Rubio, 2012, 173):

Yo no sé música; pero le tengo tanta afición que aun sin entenderla, suelo coger a veces la partitura de una ópera, y me paso las horas muertas hojeando sus páginas, mirando los grupos de notas más o menos apiñadas, mirando los triángulos y las especies de etcéteras, que llaman claves; y todo esto sin comprender una ota ni sacar maldito el provecho […] parecían mofarse de mí con sus notas, sus llaves y sus garabatos ininteligibles para los legos en música. Por haber podido leerlas hubiera dado un mundo (Rubio, 2012, 173).

5 Sin embargo, no puede olvidarse que el interés por la música no es exclusivo de Gustavo Adolfo, sino que lo comparte con aquellos compañeros que se formaron en tomo a las tendencias germanizantes del Correo de la moda, como recuerda J. F. Gómez de las Cortinas (1950) («La formación literaria de Bécquer», Revista bibliográfica y documental, IV, 33, p. 91) y en general con los poetas de su generación.

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Lo cierto es que los críticos se han inclinado hacia el segundo planteamiento, aunque con diferentes enfoques. Liakopoulos (2015: 17) alega que “Gustavo, sin ser realmente músico, es decir, músico técnico, compositor o instrumentista, sí que era un enamorado de la música”, mientras que Ibarz Ferré (1991: 430) se muestra un tanto más radical: “parece más fiable lo que nos cuenta el propio poeta en ‘El Miserere’”. Por su parte, Gerardo Diego (1975: 45) reconoce que tiene más valía su autógrafo, “aunque cueste trabajo creerle que no entendía ni jota de las notas” y añade que “todo es compatible”:

Se le haría muy difícil leer musicalmente un manuscrito polifónico y darse cuenta de cómo sonaría. Y sin embargo, el atractivo para él de las partituras radicaba en su fisonomía gráfica y expresiva y, por supuesto, en las acotaciones o indicaciones de tempo y de expresión, como veremos luego (Diego, 1975: 45-46).

Así, parece innegable su gran afición por la música y fascinación del no entendido (Ibarz Ferré, 1991: 431), sin que su ignorancia le impidiera tocar de oído con una intuición natural armónica y una gran capacidad inventiva melódica (Diego, 1975: 45), destacando su gran sensibilidad para percibir y gozar el arte (Liakopoulos, 2015: 17):

Se confirma en cada verso y en cada párrafo prosístico, tanto por su música interior y su gracia rítmica como por las continuas menciones que nos ofrece de la música de los hombres y de la todavía más difícil de captar y expresar, la música de la naturaleza, que tuvo en él el oído más prodigiosamente atento y delicado (Díez de Revenga, 1998: 61).

Además de la gran afición que le profesa, hay que añadir que probablemente recibiera algún tipo de formación musical. Su tío sabía tocar el clavicordio, hecho que fomentó su aptitud para el teclado; Valeriano tocaba la guitarra y la flauta, y su sobrina Julia “lo recuerda escuchando habaneras y cantando canciones al estilo sevillano” (Sebold, 1985: 42), resaltando que “en su tiempo era casi obligado recibir alguna educación pianística o de solfeo” (Gerardo Diego, 1975: 45).

A su vez, cabe recordar la relación que vivió con la que fue la musa de su juventud: Julia Espín. Cuando conoció a Bécquer disponía de un ambicioso plan de formación artística, pues sus intenciones eran educarse como artista de canto en el extranjero (Balbín Lucas, 1966: 327). Por su parte, Joaquín Espín Guillén, el padre de la joven, era organista de la Real Capilla, director de los coros del Teatro Real y animador de La Iberia Musical, revista especializada primigenia en el periodismo musical español, mientras que su madre, Josefina Pérez era sobrina de la cantante Isabella Colbrand, primera esposa del célebre compositor Rossini.

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Este indiscutible poder social y la ayuda de un amigo, posibilitó que el escritor participara en las tertulias de salón de los Espín, una de las más frecuentadas de Madrid. De esta forma, vive de primera mano el ambiente musical de la época y Julia se convierte en su confidente y testigo predilecto de su proceso creativo (Rubio, 1997: 132).

Las palabras de Diego pueden servirnos para cerrar este apartado evocando a un Bécquer en cuya vida, la música tuvo tanta importancia y tan relevante influencia:

Podríamos evocar una suite de estampas musicales de la vida de Bécquer. Bécquer escuchando al pianista Lorenzo Zamora, en compañía de Arrieta, de Oudrid, de Gaztambide. Bécquer colaborando -a pesar de su aversión a la zarzuela a la que considera género menor y de poco fuste, pero la vida obliga- con los músicos de su tiempo en la confección de zarzuelas y adelgazando su métrica y calculando sus acentos para sugerir ritmos al músico o para acomodarlos a la música preexistente. Bécquer, enamorado de Julia, quizá más que por los ojos, por los oídos que sienten el encanto del canto de la diva vanidosa; Bécquer en peligro de tener por suegros un músico profesional y una cuñada de Rossini; Bécquer, prendado de Casta por la pureza de timbre de su voz. Bécquer inspirando ya en vida los primeros “Lieder”, lo que entonces empezaba a llamarse con un galicismo “Romanzas sin Palabras» o con ellas (Diego, 1975: 46).

Continuara…

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